25.2.08

DIARIOS APÓCRIFOS. Mina Harker

                                                                  


Paginas secretas del diario  de Mina Harker. La noche del Día de Navidad.

  La noche de ayer se cerró antes de tiempo,  con las nubes negras que ya por la tarde  abrazaron la ciudad, para descargar después, sin misericordia,  sus vientres llenos de agua,. Tras tanto tiempo con tanta gente,  el cubículo de mi habitación, oscura y apestando a tabaco metalizado,  era realmente una guarida donde encontrarse a  salvo en medio de una tormenta. Más sintiendo como un poco de fiebre, será que has comido demasiado, quizá  bebiste un poco, algo me sentó mal, dejadme, voy a dormir.

Debí dormir, porque abrí la ventana para ver como en el poyete saltaba la lluvia, y la abrí más, no recuerdo como, atrapada mi vista en una estrella que parecía que se destilaba, brillando milagrosamente, en medio de las nubes negras.  En no sé qué instante, un manto de oscuridad total cayó sobre la ventana, tapó mi estrella,  y hasta el canto de la lluvia cesó. Todos los músculos de mi cuerpo se tensaron y aflojaron a la vez, y por un momento parecía que mi corazón se descoagulaba, se hacía liquido.  Supe que eras tú, mucho antes de verte.

 Así que estuviste un rato mirándome en la oscuridad, sin  que yo pudiera percibir apenas más que un minúsculo rubí, que aún tan pequeño tenia refulgente luz propia, y que era el brillo de tus ojos embozados.

 Entonces, bajaste desde la  ventana quedándote en pie dentro de mi habitación,  sin dar ningún salto. Yo me había incorporado de la cama dejando caer a un lado toda la ropa que me cubría. La lluvia había cesado, y la tibia claridad de la calle volvía a entrar, tras tu silueta,  por los cristales de la ventana. Esa tenue luz de las farolas me hacia brillar en la oscuridad, en medio de la habitación de rodillas sobre la cama, cubierta apenas con una camisa blanca, con las piernas desnudas y los brazos extendidos  hacia la silueta negra, en la que se destacaban ya claramente como dos rubíes, tus ojos brillantes.

 Te acercaste sin vacilar, pusiste tus manos en mi espalda y tu boca fue directa a mi boca, y  juntas las bocas se dieron uno de esos besos, donde sentimos  que lo que se besan son las entrañas de no sé que lugar, quizá mas abajo del estomago, mientras que las bocas se comen como un manjar y los labios se dicen con toda claridad y las palabras más hermosas, lo mucho que se aman.

Toda mi voluntad te había sido ya entregada en ese beso, pero tu deslizaste tu boca ahora hasta mi cuello, y justo donde por debajo lo atraviesa la yugular, volviste a  fijarla en un beso dulce y furioso hacia dentro de ti, que hizo hervir mi sangre. No cruzamos ninguna palabra. Me vestí con las ropas de tules negros que habías dejado sobre mi cama, y que me cubrían hasta los tobillos, mientras tu, inmóvil y erguido, observabas como mi blanco cuerpo iba desapareciendo poco a poco entre la oscuridad de los ropajes, con una sonrisa silenciosa en los labios, que entreví por un instante.

Finalmente me cubrí la cabeza con un sombrero  soberbio y alto del que también pendían tules, y cuando terminé de ajustarme todo lo que habías dejado sobre mi cama, sólo el ovalo de mi rostro y mis pies descalzos quedaban visibles entre las ropas negras, como gotas de leche en una pizarra. Así me agarraste por la cintura y me vi contigo en el poyete de la ventana. Parecía que la noche había clareado y las nubes, ahora abiertas, eran negras, pero también moradas y azul oscuro. La calle estaba en total silencio y la humedad de la lluvia nos roció los rostros, pues el tuyo también estaba al descubierto sobre tu capa negra.

 Nos miramos a los ojos. Los tuyos,  tan negros  y profundos inundaron el horizonte, como si una pantalla inmensa se desplegara sin dejar ningún otro resquicio de visión, mientras los míos, azules y enamorados,  hicieron lo mismo para ti. Pero comprendimos de pronto que no era el momento  para  dejarnos hipnotizar en  esos extensos paisajes, cuando en el silencio de la calle se distinguieron firmes las pisadas  que se acercaban de un transeúnte. Así que volvimos de aquellos territorios, tu te pusiste en guardia en un instante,  miraste  mis labios, que brillaban demasiado rosados y tiernos, me sonreíste esta vez de forma abierta y te agachaste a rozarlos con los tuyos, en un beso de niños, que los pintó de granate oscuro.

 Así está mejor- dijiste- y tápate el rostro, que su blancura es un faro en la oscuridad, mi amada.

 De pronto, un fuerte aleteo estremeció la noche. Los cristales de las casas vibraron, las pisadas del transeúnte se detuvieron en seco, las nubes empezaron a agitarse.  Yo me abrazaba a tu cuerpo,  y en  un segundo, tu capa se desplegó en gigantescas alas,  y volamos,  volamos alto,  recto,  arriba,  lejos...



 

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