25.3.08

La voluntad del árbol

Existe una tendencia amorosa con la que se ha querido, de manera más bien irrazonable, personificarnos un vicio. 
Vicioso es sinónimo de abundante. Y así decimos, tierra viciosa, para significar lo fértil de una comarca, lo deleitable que es. Pero en la acepción vulgar, vicio es siempre un error, un defecto, o, domésticamente considerado, una mala costumbre. 
Las malas costumbres no van nunca más allá de lo que son, errores adquiridos, por defecto o por exceso, y el curso de sus experiencias es sorprendentemente restringido, aún en el caso de un vicio con mayúscula, como el del vino, el del juego, o el que, con el nombre de “paraísos artificiales”, estuvo tan en boga en el decadente fin de siglo, y cuya supervivencia se designa hoy, en los medios clínicos, y policíacos, con la expresión, mucho menos oriental, de estupefacientes. 

Restringidos en el sentido de que, cualesquiera que sean los placeres que son capaces de confiarnos en sus momentos de clarividencia normal, los alentados por alguno de estos conocidos excitantes de la voluntad humana –o de la depresión de la misma-, encontramos que, no obstante su delirio, dan una escala de valores siempre inferior, por mucho más limitada, a la que, como resultante de vivir la vida convenientemente despejado de todo tóxico, consigue el hombre cabal frente a la sugestión de las cosas corrientes. 
En el sentido placentero, me refiero, que es del que estamos hablando. Todo excitante irisa las impresiones, y las emociones, pero, a la vez, las vela, les quita transparencia, les mengua la luz, la luz de su crudeza si se quiere. Pero convengamos que nada se vive de verdad si no es en crudo. Y sólo tomándolas en crudo, pueden llegar las cosas, por uso de legítima pericia, a su exacto punto de cocimiento.


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